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Parece que tienes menos de sesenta segundos para cambiar de idea, linda _ gritó
Roger encendiendo el motor del autobús.
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¡¿Qué hacen?! Malditos enfermos _ respondió la asaltante agitándose tanto como
podía en la silla a la que seguía atada _ ¡Desátenme!
_
Oh, ¿Estás lista para dar un poco de información?
Ella
lo miró con desprecio y se agitó con mayor furia que antes. La adrenalina y el
miedo se fusionaron, incrementando al igual que el ruido de los infectados
acercándose cada vez más. El tiempo se agotaba y lo único que consiguió la
asaltante fue caer de costado al pavimento de la carretera todavía atada a la
silla. Ahora se sumaba el dolor del contacto de la piel con la superficie
caliente en la que pronto vería correr su sangre mientras aquellos monstruos insaciables
disfrutaban de su carne. Ya ella no alcanzaba a ver nada, pero por la
intensidad del sonido avasallante de los infectados adivinó que la muerte yacía
a su lado esperando con ansias el fatídico momento.
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¡Auxilio! _ gritó_ ¡Está bien, hablaré, auxilio!
Entonces
se rindió. No recibió respuesta de aquellos que con tanta naturalidad la
ofrecieron como ganado al matadero y escuchó como el autobús se puso en marcha.
Su respiración se tornó pesada, el ruido del motor en movimiento le abrumaba
como un zumbido aliado de los rugidos que desesperados por comer se acercaban a
ella. Y lo caliente del suelo se volvió cálido, y lo cálido pronto perdió su
temperatura, siendo suplantado por un frío intenso que emanaba del interior de
aquella desdichada mujer. Un frío capaz de hacer que los segundos se hicieran
pasar por horas, un frío capaz de congelar los sentidos, logrando ensordecer
casi por completo la marcha de los infectados y el fragor del motor para
suavizar el momento de su partida.
La
compresión de aire y la fricción de los neumáticos en el pavimento devolvieron
a la asaltante sus sentidos. No podía saberlo con exactitud, pero todo parecía
indicar que el autobús se había detenido no más de cinco decenas de metros de
distancia de ella. Seguido a eso escuchó los impactos de varios cuerpos chocando
con furia contra un obstáculo metálico que luego fueron constantes. Incluso los
sonidos de la marcha y rugidos de los infectados dejaron de aproximarse (y pese
a que se mantenían amenazantes, no se movían de lugar).
La estrepitosa detonación de la escopeta estremeció el cuerpo de la asaltante a la vez que
aumentaban sus esperanzas de vida. Ahora recobraba el aliento tal como lo hace
aquél que a fuerza de agotadores brazadas se escabulle de las garras del agua
antes de ahogarse y llega a alcanza la orilla.
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